Docentes en peligro de extinción.
Faltan 44 millones de profesores
en el mundo. No lo digo yo, lo ha dicho la UNESCO, junto a la Fundación SM y el
Equipo Especial Internacional sobre Docentes para la Educación 2030. Un trío de
altura que no ha venido a vender optimismo, precisamente. Ahora bien, que
falten millones de profesores no debería sorprendernos tanto. En realidad, lo
que sorprende y poco se valora, es que aún quedemos mucho en pie, corrigiendo
exámenes a las doce de la noche con ojeras de tercer trimestre y el portátil a
punto de pedir la jubilación anticipada. Porque como decía Sabina, nos sobran
los motivos, lo que no sabemos si es para irnos o quedarnos.
Cómo comprenden que cualquier
joven tras cuatro años de carrera, uno o dos de máster, unas oposiciones que
parecen diseñadas por Kafka, dos, tres, cuatro, o muchos más años de
interinidad por pueblos o comarcas donde solo llega el autobús una vez por
semana, cobrando poco, trabajando mucho y siendo el blanco de críticas de todos
los sectores va a optar por la docencia.
El estudio lo deja claro, los profesores
se van. Por el sueldo, uno de los motivos, pero también por otros. Profesores
jóvenes que tiran la toalla antes de que les entreguen la primera fotocopiadora
rota. Docentes veteranos que se jubilan antes de tiempo porque están más
quemados que la cafetera de la sala de profesores. Y no hablamos de burnout
figurado, no, hablamos de desgaste real, de agotamiento crónico y de una mezcla
entre burocracia infinita y sueldo congelado que ni con calefacción se anima.
El estudio habla también de la
vocación, esa palabra tan bonita entre nosotros pero torticeramente usada
contra nosotros. Vocación docente es el socorrido término cuando se trata de
justificar sueldos bajos y jornadas maratonianas. Porque parece que el que es
“vocacional” tiene que vivir del aire, del aplauso de los padres en junio y del
abrazo emotivo de un alumno en septiembre. Que lo de pagar la hipoteca con
aplausos todavía no se ha inventado, pero quién sabe, lo mismo Bruselas lo propone
el año que viene.
Pero no seamos injustos. El
sueldo no lo es todo, al menos para los docentes, aunque ayuda a no comer aire
y encontrar una vivienda o formar una familia. El informe añade un factor
todavía más letal, el estatus social del profesorado. Sí, esa cosa antigua que
consistía en respetar al que enseña. Ahora, en cambio, lo que enseñamos lo
decide una ley que cambia cada legislatura, lo corrige un algoritmo y lo
fiscaliza una hoja Excel. Y mientras tanto, nosotros seguimos ahí, explicando a
Sócrates entre una circular, dos reuniones de departamento, cuatro actas y treinta
informes.
En España, según el estudio, la
cosa no mejora. En 2023, más de 720 plazas de matemáticas se quedaron sin
cubrir. Pero no pasa nada, tranquilos: se cubren con “no especialistas”, que es,
con todos mis respetos, como llamar chef
a quien calienta pizza en el microondas. No hace falta ser pitagórico para ver
el problema. A este ritmo, en 2030 y dependiendo de la especialidad, no vamos a
tener que buscar sustitutos, vamos a tener que buscar médiums para contactar
con alguno.
Y no solo escasean matemáticos.
También faltan profesores de latín, griego y filosofía, lo cual es
especialmente irónico, porque nunca fue tan necesario saber pensar antes de
opinar, y sin embargo, cada vez hay menos quien enseñe a hacerlo. El resultado
es consecuencia de esa ignorancia filosófica, más tuiteros que filósofos y más influencers
que científicos.
No se puede hablar de calidad
educativa sin hablar de condiciones laborales dignas. No se arregla la crisis
educativa con frases motivadoras en Twitter, ahora X, ni con desayunos
simbólicos el Día del Docente. Hace falta salarios dignos acordes al trabajo y
vocación, compromiso, inversión, y sobre todo, respeto.
Así que mientras Bruselas apruebe
la hipoteca pagada con vocación o el complemento salarial por paciencia
infinita, aquí seguiremos los docentes en peligro de extinción.
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