Oposiciones docentes: ni impunidad ni inquisición
En los procesos selectivos para el
acceso a la docencia, las formas y la corrección lingüística son, y deben ser,
un criterio de evaluación. Nadie discute que un docente ha de escribir
correctamente, con propiedad léxica, ortográfica y sintáctica. Sin embargo, la
invalidación absoluta por un defecto de forma, o la valoración punitiva de las
faltas de ortografía, plantea serias dudas desde el punto de vista de la
proporcionalidad, el sentido común y la lógica pedagógica. Porque conviene
preguntarse qué capacidad, además de la igualdad y el mérito, estamos evaluando
realmente. Nuestro sistema educativo no puede permitirse el lujo de dejar fuera
a un excelente docente por olvidar escribir un título o numerar un índice.
Es curioso cómo el sistema se vuelve
extraordinariamente severo con quienes aspiran a ser sus educadores, mientras
se muestra extraordinariamente flexible con quienes serán sus educandos. A unos
se les exige la perfección bajo presión, para luego exigirles en el aula que
evalúen únicamente la intención.
No me malinterpreten. Nadie defiende
aquí que un docente escriba con faltas o que no se adapte a las formas
exigidas, pero habría que diferenciar entre errores graves, erratas y
descuidos, aplicando descuentos proporcionales y razonados, valorando la
ortografía y las formas como un criterio más, no como un elemento absoluto con
capacidad para invalidar por sí solo.
Porque la cuestión no es si son
importantes que lo son, sino si son proporcionales. Debiéramos plantearnos si
la ausencia de un título en un A4 debe pesar más que una propuesta didáctica
brillante, o si en una prueba que pretende medir la aptitud pedagógica tiene
sentido que alguien que ha dejado al tribunal boquiabierto con su defensa quede
fuera porque no firmó con el bolígrafo adecuado. El objetivo no debiera ser
encontrar al opositor perfecto, sino al docente necesario.
La lista de situaciones surrealistas
es larga, personas con plaza ganada que quedan eliminadas por presentar una
programación con el membrete equivocado, aspirantes que olvidan firmar en un
rincón del folio y descubren que no fue una errata, sino una sentencia, errores
gramaticales que no son sistémicos ni graves, como sí lo sería el
desconocimiento o la incoherencia expresiva, sino simples fallos aislados
comprensibles en el contexto del examen, donde el continente corre el riesgo de
pesar más que el contenido.
Algunos llevamos años exigiendo un
nuevo modelo de acceso más justo, más pedagógico y más coherente con la
realidad educativa. Un sistema que evalúe competencias reales en el aula, que
valore la experiencia y la vocación, que penalice, el desconocimiento, y
también el defecto de forma o las faltas ortográficas, por supuesto, porque
importan y mucho, pero que no debieran aplastar el talento docente. Es decir,
un sistema que no confunda excelencia con perfección técnica, ni competencia
educativa con pulcritud administrativa.
Porque la función del docente no es
solo escribir sin errores, sino enseñar, motivar, crear un clima de aprendizaje
y transformar la realidad del aula. Un opositor que domina el temario, expone
con solvencia y presenta propuestas didácticas innovadoras no debiera quedar
excluido por una falta ortográfica puntual o un defecto u olvido en las formas si
demuestra que en el aula sabe enseñar a no cometerlas.
Al final, pudiera ser que la tilde
que hoy excluye al docente brillante nos impida poner el acento en lo más
importante.
Saturnino Acosta García Presidente
de ANPE Cáceres
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